Escritora española, Ana María Matute es una de las autoras españolas más relevantes de la literatura contemporánea, galardonada con los premios más importantes del panorama literario como el Cervantes, el Nacional de las Letras, el Planeta o el Nadal.
Académica de la RAE, Matute destacó en dos apartados. Por
un lado tenemos su narrativa en la que trata la posguerra española con un
estilo muy personal con el que logra acercarnos a la realidad política y social
de la época, aunque sin renunciar nunca a los recursos propios de la literatura maravillosa. A este
periodo corresponde la trilogía de Los
Mercaderes o Pequeño
Teatro, escrito con 17 años y con el que ganaría, años después,
el Premio Planeta.
Por otro, hay que hacer hincapié en su labor dentro de la literatura infantil y
juvenil y la literatura fantástica o maravillosa, campo en el que desarrolló alguna de sus mejores obras, como El polizón de Ulises, Olvidado Rey Gudú o Aranmanoth, siendo reconocida con el Premio Lazarillo o el Nacional de Literatura Infantil y Juvenil.
Matute comenzó su
carrera literaria muy joven, llegando a ser finalista del Nadal con sólo 24 años. Su producción
ha sido irregular en el tiempo con grandes paréntesis de inactividad. No fue
especialmente prolífica, pero su obra se alargó por más de cincuenta años tanto
en novela como en relato, donde también brilló especialmente.
Traducida a más de 23 idiomas, Ana
María Matute fue una de las escritoras en español más
internacional y resultó ser una conferenciante habitual en universidades e
instituciones educativas, tanto en Europa como en América Latina y Estados
Unidos.
Pecado de omisión
Ana María Matute
A
los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al
quedar huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues
tenía que buscarse el jornal de un lado para otro. Su único pariente era un
primo de su madre, llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era el alcalde y
tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del pueblo, redonda y rojiza
bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientas cabezas de ganado paciendo por
las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta,
riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena
lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano,
y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego,
al chico, aunque le recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le
miró a derechas, y como él los de su casa.
La
primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero.
Se le dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la
camisa dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos,
le llamó por el hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían
entre los huecos:
-¡Lope!
Lope
bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus
trece años y tenía la cabeza grande, rapada.
-Te
vas de pastor a Sagrado.
Lope
buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había
calentado patatas con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la cuchara de aluminio
goteando a cada bocado.
-Tú
ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa
Áurea, con las cabras de Aurelio Bernal.
-Sí,
señor.
-No
irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.
-Sí,
señor.
Francisca
le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra y
cecina.
-Andando
-dijo Emeterio Ruiz Heredia.
Lope
le miró. Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes.
-¿Qué
miras? ¡Arreando!
Lope
salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el
uso, que guardaba, como un perro,apoyado en la pared.
Cuando
iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el maestro. A la
tarde, en la taberna, don Lorenzo fumó un cigarrillo junto a Emeterio, que fue
a echarse una copa de anís.
-He
visto a Lope -dijo-. Subía para Sagrado. Lástima de chico.
-Sí
-dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano-. Va de pastor.
Ya sabe: hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El «esgraciado» del
Pericote no le dejó ni una tapia en que apoyarse y reventar.
-Lo
malo -dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta- es
que el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo.
Muy listo. En la escuela…
Emeterio
le cortó, con la mano frente a los ojos:
-¡Bueno,
bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor
cada día que pasa.
Pidió
otra de anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza. Lope llegó a Sagrado, y
voceando encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos
quince años que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no
hablaba casi nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles,
aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenía
que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y
bastante abrigado en el invierno.
El
verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo,
excepto el día de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»:
pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una bota de vino. Las cumbres de Sagrado eran
hermosas, de un azul profundo, terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como
una pupila impertérrita, reinaba allí. En la neblina del amanecer, cuando aún
no se oía el zumbar de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con
la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo
en el costado el cuerpo de Roque el Mediano, como un bulto alentante. Luego,
arrastrándose, salía para el cerradero. En el cielo, cruzados, como estrellas
fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia qué
parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos, cinco.
Cinco
años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer
a Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol.
-¡Vaya
roble! -dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar.
Francisca
se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la
plaza. Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba.
Entonces vio a Manuel Enríquez, el compañero de la escuela que siempre le iba a
la zaga. Manuel vestía un traje gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les
saludó con la mano.
Francisca
comentó:
-Buena
carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado.
Al
llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le
quedó el grito detenido, como una bola, en la garganta.
-¡Eh!
-dijo solamente. O algo parecido.
Manuel
se volvió a mirarle, y le conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía.
-¡Lope!
¡Hombre, Lope…!
¿Quién
podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué
raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa
iba llenándole las venas, mientras oía a Manuel Enríquez.
Manuel
abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más
perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo.
Lope
avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como un trozo
de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano
la de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles,
blancos, flexibles. Qué mano aquélla, de color de cera, con las uñas
brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano
de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil, extraño,
en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se
le detuvo entre las cejas. Tenían una bola de sangre agolpada, quieta,
fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media
vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole:
-¡Lope!
¡Lope!
Emeterio
estaba sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos. Sonreía
viendo a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al
alcance de la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y
grises.
-Anda,
muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora…
En
la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como
melones que los muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente,
Lope la cogió entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve
curiosidad. Tenía la mano derecha metida entre la faja y el estómago. Ni
siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el salpicar de su propia
sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron hasta
él así, sin más.
Cuando
se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como
lobas, le querían pegar e iban tras él con los mantos alzados sobre las
cabezas, en señal de indignación, «Dios mío, él, que le había recogido. Dios
mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se habría muerto de hambre si él no lo
recoge…», Lope solo lloraba y decía:
-Sí,
sí, sí…
FIN
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