Biografía de Carmen Laforet
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En la introducción del volumen Mis páginas mejores, publicado por la Editorial Gredos en 1957, Carmen Laforet, casi siempre reacia a hablar de su vida privada, nos cuenta sus primeros años, antes de la publicación de su novela Nada:Aunque es muy difícil escribir una autobiografía en pocas líneas –y, en realidad, también en muchas-, quiero daros aquí alguna idea de mi propia vida personal antes de que leáis las anotaciones hechas por mí delante de cada uno de mis libros explicando su cronología respecto a mi vida y aquello que me inspiró el deseo de hacerlos.
He nacido en Barcelona, el 6 de septiembre de 1921. En enero de 1944 –a los 22 años- empecé a escribir mi primera novela: Nada.
En el intervalo entre esas dos fechas mi vida se había ido modelando de la siguiente forma:
En 1923 –a punto de cumplir dos años-, fui con mis padres a Canarias. Mi padre era arquitecto y también profesor de la Escuela de Peritaje Industrial. Nuestro traslado a Canarias se debió a necesidades de este profesorado. Yo recuerdo a mi padre muy joven, bien constituido, muy deportista. Tenía la costumbre de fumar en pipa y usaba una excelente mezcla inglesa cuyo olor se ha quedado en mí –así como el de los encerados corredores de la casa de Las Palmas- como uno de los olores inconfundibles de mi infancia.
Mi padre era hijo de sevillanos, de origen nórdico (de origen francés mi abuelo, y vasco mi abuela). Mi padre se había educado en Barcelona. Era un balandrista notable y tenía un barco propio. Había sido campeón de tiro al blanco con pistola en su juventud, y también teníamos en casa copas obtenidas en carreras de bicicletas. El nos enseñó a nadar a mis hermanos y a mí, a soportar fatigas físicas sin quejarnos, a hacer excursiones por el interior de la isla… y a tirar al blanco con pistola, cosa en que yo fui siempre más torpe que mis hermanos.
Mi madre era toledana. Hija de una familia muy humilde, había hecho los estudios de primera enseñanza en la escuela de niñas pobres de unas monjas. Más tarde, obtuvo una beca para estudiar magisterio. Mi padre la conoció como alumna en una época en que él, accidentalmente, dio clases de dibujo en la escuela Normal de Toledo-
Mi madre al casarse tenía dieciocho años; veinte al nacer yo –fui el primer hijo del matrimonio-, y treinta y tres el día en que murió en Canarias. Yo la recuerdo como una mujer menuda, de enorme energía espiritual, de agudísima inteligencia y un sentido castellano, inflexible, del deber. Era una mujer de una elegancia espiritual enorme. Recuerdo también su bondad. Tenía el don de la amistad. En Las Palmas aún hay muchas personas que la querían y la recuerdan vivamente… Ella nos enseñó a mis hermanos y a mí la valentía espiritual de la veracidad, de no dejar las cosas a medias tintas, de saber aceptar las consecuencias de nuestros actos. En mi época de Canarias entran también mis dos hermanos Eduardo y Juan, con quienes siempre me he sentido compenetrada; y entra también más tarde una madrastra, que, a pesar de todas mis resistencias a creer en los cuentos de hadas, me confirmó su veracidad, comportándose como las madrastras de esos cuentos. De ella aprendí que la fantasía siempre es pobre comparada con la realidad. (¡Esto antes de haber leído a Dostoievski!)
En el año 1939 –exactamente en septiembre- volví a Barcelona, donde viví tres años. Después de este periodo vivo en Madrid. He frecuentado –sin terminar ninguna de las dos carreras comenzadas- las Universidades de Barcelona y Madrid. He leído mucho. La vida me ha interesado en todos sus momentos, tanto en los malos como en los buenos. Cuando vuelvo la vista atrás, veo que todos esos años se han combinado para hacerme una persona capaz del difícil don de sentir la felicidad, y humildemente creo que hasta de derramarla en un círculo muy íntimo.
Hasta aquí la historia de una muchacha de veintidós años. De esa época en adelante sabréis todo aquello que tenga conexión con mis libros en las pequeñas notas que he escrito al comenzar los distintos periodos de mi obra. Por estas anotaciones y por los fragmentos de mis libros veréis que, si mis novelas están hechas de mi propia sustancia y reflejan ese mundo que –según os explicaba antes- soy yo, en ninguna de ellas, sin embargo, he querido retratarme.
Efectivamente, a los 18 años, justo al acabar la guerra civil española volvió a Barcelona a casa de sus abuelos- que vivían en la misma calle Aribau donde ella había nacido y en donde está situada su novela, y allí empezó a estudiar la carrera de Filosofía y Letras. Tres años más tarde se trasladó a Madrid donde en unos meses escribiría Nada que, aunque no es una novela estrictamente autobiográfica, es el fruto de sus experiencias en esos años. Cuando escribió Nada, que obtuvo el primer Premio Nadal, tenía 22 años y el éxito que obtuvo en plena juventud marcó su carrera de escritora. Nada fue considerada la mejor novela española contemporánea y el libro más vendido del momento. Recibió también el Premio Fastenrath, de la Real Academia de la Lengua Española en 1948, y el conjunto de elogios que incluía artículos firmados por Juan Ramón Jiménez (de un poema suyo salían el título y la cita inicial de la obra), Ramón Sender, Azorín, y críticos como Melchor Fernández Almagro, José María de Cossío o Pedro Laín Entralgo demuestran el impacto que dentro y fuera de nuestras fronteras tuvo la publicación de un libro que revolucionó el panorama literario de la posguerra española. Actualmente Nada está considerado como un clásico, se reedita de manera continua, es estudiada en los departamentos de español de todo el mundo, ha sido traducida a numerosos países y le ha asegurado a Carmen Laforet un puesto de honor en la historia de la narrativa española.
Cuando se habla de Carmen Laforet siempre se destacan tres cosas: es la autora de Nada, recibió el prestigioso premio Nadal e inmediatamente se hace alusión al silencio en el que culminó su carrera de escritora comparándola en algunos casos al escritor mexicano Juan Rulfo. Pero si bien es cierto que la escritora se retiró voluntariamente del mundo literario de la época, de sus envidias, enemistades y rencillas, y que se la puede considerar una escritora poco prolífica, publicó otras excelentes novelas: en 1952 apareció La isla y los demonios, que tiene como protagonista a una adolescente, Marta Camino, basándose en su propia experiencia juvenil en Las Palmas de Gran Canaria. La mujer nueva (1955) que ganó el Premio Menorca de Novela de 1955 y el Premio Nacional de Literatura de 1956, narra la aventura espiritual de la protagonista y su conversión al catolicismo. En 1963 publicó La insolación. Esta última novela formaba parte de una triología Tres pasos fuera del tiempo que no llegó a completarse. El segundo tomo Al volver la esquina, que ella no se había decidido a publicar, se editó póstumamente en el año 2004. Escribió además, siete novelas cortas, veintidós cuentos, narraciones de viaje e innumerables artículos para periódicos y revistas.
Carmen Laforet se casó en 1946 con el periodista y crítico literario Manuel Cerezales con el que tuvo cinco hijos. El matrimonio se separó en 1970.
En 2003 se publicó Puedo contar contigo, que contiene la relación epistolar entre Carmen Laforet y el escritor Ramón J. Sender, un total de 76 cartas en las que la escritora le cuenta sobre su vida familiar, los hijos, sus dificultades de ser y escribir como mujer, la inseguridad frente a su obra de la que se muestra muy crítica.
Su paulatino distanciamiento de la vida pública se aceleró debido a una enfermedad degenerativa que afectaba a la memoria y que la dejo sin habla en los últimos años de su vida.
En 2009 su hija, Cristina Cerezales publicó el libro Música Blanca en el que, en un diálogo sin palabras con su madre, emprende un recorrido por los senderos de la memoria en el que abundan detalles reveladores que permiten entender en profundidad su vida y su obra.
Carmen Laforet murió en Madrid el 28 de febrero de 2004.
Cuento de Carmen Laforet: "El regreso"
Cuento de Carmen Laforet: El regreso
https://narrativabreve.com/2015/05/cuento-carmen-laforet-regreso.html
Era
una mala idea, pensó Julián, mientras aplastaba la frente contra los
cristales y sentía su frío húmedo refrescarle hasta los huesos, tan bien
dibujados debajo de su piel transparente. Era una mala idea esta de
mandarle a casa la Nochebuena. Y, además, mandarle a casa para siempre,
ya completamente curado.
Julián era un hombre largo, enfundado en un decente abrigo negro. Era un hombre rubio, con los ojos y los pómulos salientes, como destacando en su flacura. Sin embargo, ahora Julián tenía muy buen aspecto. Su mujer se hacía cruces sobre su buen aspecto cada vez que lo veía. Hubo tiempos en que Julián fue sólo un puñado de venas azules, piernas como larguísimos palillos y unas manos grandes y sarmentosas. Fue eso, dos años atrás, cuando lo ingresaron en aquella casa de la que, aunque parezca extraño, no tenía ganas de salir.
Julián era un hombre largo, enfundado en un decente abrigo negro. Era un hombre rubio, con los ojos y los pómulos salientes, como destacando en su flacura. Sin embargo, ahora Julián tenía muy buen aspecto. Su mujer se hacía cruces sobre su buen aspecto cada vez que lo veía. Hubo tiempos en que Julián fue sólo un puñado de venas azules, piernas como larguísimos palillos y unas manos grandes y sarmentosas. Fue eso, dos años atrás, cuando lo ingresaron en aquella casa de la que, aunque parezca extraño, no tenía ganas de salir.
–Muy
impaciente, ¿eh?… Ya pronto vendrán a buscarle. El tren de las cuatro
está a punto de llegar. Luego podrán ustedes tomar el de las cinco y
media… Y esta noche, en casa, a celebrar la Nochebuena… Me gustaría,
Julián, que no se olvidase de llevar a su familia a la misa del Gallo,
como acción de gracias… Si esta Casa no estuviese tan alejada… Sería muy
hermoso tenerlos a todos esta noche aquí… Sus niños son muy lindos,
Julián… Hay uno, sobre todo el más pequeñito, que parece un Niño Jesús, o
un San Juanito, con esos bucles rizados y esos ojos azules. Creo que
haría un buen monaguillo, porque tiene cara de listo…
Julián
escuchaba la charla de la monja muy embebido. A esta sor María de la
Asunción, que era gorda y chiquita, con una cara risueña y unos
carrillos como manzanas, Julián la quería mucho. No la había sentido
llegar, metido en sus reflexiones, ya preparado para la marcha,
instalado ya en aquella enorme y fría sala de visitas… No la había
sentido llegar, porque bien sabe Dios que estas mujeres con todo su
volumen de faldas y tocas caminan ligeras y silenciosas, como barcos de
vela. Luego se había llevado una alegría al verla. La última alegría que
podía tener en aquella temporada de su vida. Se le llenaron los ojos de
lágrimas, porque siempre había tenido una gran propensión al
sentimentalismo, pero que en aquella temporada era ya casi una
enfermedad. –Sor María de la Asunción… Yo, esta misa del Gallo, quisiera
oírla aquí, con ustedes. Yo creo que podía quedarme aquí hasta mañana…
Ya es bastante estar con mi familia el día de Navidad… Y en cierto modo
ustedes también son mi familia. Yo… Yo soy un hombre agradecido.
–Pero,
¡criatura!… Vamos, vamos, no diga disparates. Su mujer vendrá a
recogerle ahora mismo. En cuanto esté otra vez entre los suyos, y
trabajando, olvidará todo esto, le parecerá un sueño…
Luego
se marchó ella también, sor María de la Asunción, y Julián quedó solo
otra vez con aquel rato amargo que estaba pasando, porque le daba pena
dejar el manicomio. Aquel sitio de muerte y desesperación, que para él,
Julián, había sido un buen refugio, una buena salvación… Y hasta en los
últimos meses, cuando ya a su alrededor todos lo sentían curado, una
casa de dicha. ¡Con decir que hasta le habían dejado conducir…! Y no fue
cosa de broma. Había llevado a la propia Superiora y a sor María de la
Asunción a la ciudad a hacer compras. Ya sabía él, Julián, que
necesitaban mucho valor aquellas mujeres para ponerse confiadamente en
manos de un loco…, o un ex loco furioso, pero él no iba a defraudarlas.
El coche funcionó a la perfección bajo el mando de sus manos expertas.
Ni los baches de la carretera sintieron las señoras. Al volver, le
felicitaron, y él se sintió enrojecer de orgullo.
–Julián…
Ahora
estaba delante de él sor Rosa, la que tenía los ojos redondos y la boca
redonda también. Él a sor Rosa no la quería tanto; se puede decir que
no la quería nada. Le recordaba siempre algo desagradable en su vida. No
sabía qué. Le contaron que los primeros días de estar allí se ganó más
de una camisa de fuerza por intentar agredirla. Sor Rosa parecía
eternamente asustada de Julián. Ahora, de repente, al verla, comprendió,
a quién se parecía. Se parecía a la pobre Herminia, su mujer, a la que
él, Julián, quería mucho. En la vida hay cosas incomprensibles. Sor Rosa
se parecía a Herminia. Y, sin embargo, o quizá a causa de esto, él,
Julián, no tragaba a sor Rosa.
–Julián… Hay una conferencia para usted. ¿Quiere venir al teléfono? La Madre me ha dicho que se ponga usted mismo.
La Madre era la mismísima Superiora. Todos la llamaban así. Era un honor para Julián ir al teléfono.
Llamaba
Herminia, con una voz temblorosa allí al final de los hilos, pidiéndole
que él mismo cogiera el tren si no le importaba.
–Es
que tu madre se puso algo mala… No, nada de cuidado; su ataque de
hígado de siempre… Pero no me atreví a dejarla sola con los niños. No he
podido telefonear antes por eso… por no dejarla sola con el dolor…
Julián
no pensó más en su familia, a pesar de que tenía el teléfono en la
mano. Pensó solamente que tenía ocasión de quedarse aquella noche, que
ayudaría a encender las luces del gran Belén, que cenaría la cena
maravillosa de Nochebuena, que cantaría a coro los villancicos. Para
Julián todo aquello significaba mucho.
–A
lo mejor no voy hasta mañana… No te asustes. No, no es por nada; pero,
ya que no vienes, me gustaría ayudar a las madres en algo; tienen mucho
trajín en estas fiestas… Sí, para la comida sí estaré… Sí, estaré en
casa el día de Navidad. La hermana Rosa estaba a su lado
contemplándolo, con sus ojos redondos, con su boca redonda. Era lo único
poco grato, lo único que se alegraba de dejar para siempre… Julián bajó
los ojos y solicitó humildemente hablar con la Madre, a la que tenía
que pedir un favor especial.
Al
día siguiente, un tren iba acercando a Julián, entre un gris aguanieve
navideño, a la ciudad. Iba él encajonado en un vagón de tercera entre
pavos y pollos y los dueños de estos animales, que parecían rebosar
optimismo. Como única fortuna, Julián tenía aquella mañana su pobre
maleta y aquel buen abrigo teñido de negro, que le daba un agradable
calor. Según se iban acercando a la ciudad, según le daba en las narices
su olor, y le chocaba en los ojos la tristeza de los enormes barrios de
fábricas y casas obreras, Julián empezó a tener remordimientos de haber
disfrutado tanto la noche anterior, de haber comido tanto y cosas tan
buenas, de haber cantado con aquella voz que, durante la guerra, habían
aliviado tantas horas de aburrimiento y de tristeza a su compañeros de
trinchera.
Julián
no tenía derecho a tan caliente y cómoda Nochebuena, porque hacía
bastantes años que en su casa esas fiestas carecían de significado. La
pobre Herminia habría llevado, eso sí, unos turrones indefinibles,
hechos de pasta de batata pintada de colores, y los niños habrían pasado
media hora masticándolos ansiosamente después de la comida de todos los
días. Por lo menos eso pasó en su casa la última Nochebuena que él
había estado allí. Ya entonces él llevaba muchos meses sin trabajo. Era
cuando la escasez de gasolina. Siempre había sido el suyo un oficio
bueno; pero aquel año se puso fatal. Herminia fregaba escaleras. Fregaba
montones de escaleras todos los días, de manera que la pobre sólo sabía
hablar de las escaleras que la tenían obsesionada y de la comida que no
encontraba. Herminia estaba embarazada otra vez en aquella época, y su
apetito era algo terrible. Era una mujer flaca, alta y rubia como el
mismo Julián, con un carácter bondadoso y unas gafas gruesas, a pesar de
su juventud… Julián no podía con su propia comida cuando la veía
devorar la sopa acuosa y los boniatos.
Sopa
acuosa y boniatos era la comida diaria, obsesionante, de la mañana y de
la noche en casa de Julián durante todo el invierno aquel. Desayuno no
había sino para los niños. Herminia miraba ávida la leche azulada que,
muy caliente, se bebían ellos antes de ir a la escuela… Julián, que
antes había sido un hombre tragón, al decir de su familia, dejó de comer
por completo… Pero fue mucho peor para todos, porque la cabeza empezó a
flaquearle y se volvió agresivo. Un día, después que ya llevaba varios
en el convencimiento de que su casa humilde era un garaje y aquellos
catres que se apretaban en las habitaciones eran autos magníficos,
estuvo a punto de matar a Herminia y a su madre, y lo sacaron de casa
con camisa de fuerza y… Todo eso había pasado hacía tiempo… Poco tiempo
relativamente. Ahora volvía curado. Estaba curado desde hacía varios
meses. Pero las monjas habían tenido compasión de él y habían permitido
que se quedara un poco más… hasta aquellas Navidades. De pronto se daba
cuenta de lo cobarde que había sido al procurar esto. El camino hasta su
casa era brillante de escaparates, reluciente de pastelerías. En una de
aquellas pastelerías se detuvo a comprar una tarta. Tenía algún dinero y
lo gastó en eso. Casi le repugnaba el dulce de tanto que había tomado
aquellos días; pero a su familia no le ocurriría lo mismo.
Subió
las escaleras de su casa con trabajo, la maleta en una mano, el dulce
en la otra. Estaba muy alta su casa. Ahora, de repente, tenía ganas de
llegar, de abrazar a su madre, aquella vieja siempre risueña, siempre
ocultando sus achaques, mientras podía aguantar los dolores.
Había cuatro puertas descascarilladas, antiguamente pintadas de verde. Una de ellas era la suya. Llamó.
Se vio envuelto en gritos de chiquillos, en los flacos brazos de Herminia. También en un vaho de cocina caliente. De buen guiso.
–¡Papá…! ¡Tenemos pavo!
Era
lo primero que le decían. Miró a su mujer. Miró a su madre, muy
envejecida, muy pálida aún a consecuencia del último arrechucho, pero
abrigada con una toquilla de lana nueva. El comedorcito lucía la pompa
de una cesta repleta de dulces, chucherías y lazos.
–¿Ha… ha tocado la lotería?
–No,
Julián… Cuanto tú te marchaste, vinieron unas señoras… De Beneficencia,
ya sabes tú… Nos han protegido mucho; me han dado trabajo; te van a
buscar trabajo a ti también, en un garaje…
¿En
un garaje…? Claro, era difícil tomar a un ex loco como chófer. De
mecánico tal vez. Julián volvió a mirar a su madre y la encontró con los
ojos llorosos. Pero risueña. Risueña como siempre.
De
golpe le caían otra vez sobre los hombros las responsabilidades,
angustias. A toda aquella familia que se agrupaba a su alrededor venía
él, Julián, a salvarla de las garras de la Beneficencia. A hacerla pasar
hambre otra vez, seguramente, a…
–Pero, Julián, ¿no te alegras?… Estamos todos juntos otra vez, todos reunidos en el día de Navidad… ¡Y qué Navidad! ¡Mira!
Otra
vez, con la mano, le señalaban la cesta de los regalos, las caras
golosas y entusiasmadas de los niños. A él. Aquel hombre flaco, con su
abrigo negro y sus ojos saltones, que estaba tan triste. Que era como si
aquel día de Navidad hubiera salido otra vez de la infancia para poder
ver, con toda crueldad, otra vez, debajo de aquellos regalos, la vida de
siempre.
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