jueves, 14 de marzo de 2019

AUTORAS DE LA GENERACIÓN DEL 50: Francisca Aguirre


Alicante, 1930.

Poeta y narradora española. Premio Nacional de poesía en 2011 y Premio Nacional de las Letras en 2018, entre otros premios y distinciones. Nacida en una familia de artistas, hija del pintor Lorenzo Aguirre, condenado a muerte por el régimen franquista y ejecutado en 1942, residió en los llamados “orfelinatos para hijos de presos políticos”. Empezó a trabajar a los 15 años como secretaria de empresa. La lectura fue para ella siempre un refugio. Leyó clandestinamente a autores como Machado o José Hierro y conoció a otros muchos como Gerardo Diego, Cortázar o Rulfo. Se casó con el también poeta Félix Grande en 1963 y tuvo una hija también dedicada a la Literatura, Guadalupe. Trabaja a partir de 1964 como correctora de estilo y de pruebas y posteriormente como colaboradora de Luis Rosales y Dámaso Alonso en la elaboración del diccionario enciclopédico de Selecciones del Reader's Digest. Posteriormente, hace labores de gestora cultural en el Instituto de Cultura Hispánica, después Instituto de Cooperación Internacional.
En 1972 publica su primer poemario, Ítaca, fruto de su descubrimiento del poeta Cavafis. En él reivindica la voz de las mujeres de la posguerra. Pretende contar la “odisea de Penélope” y con ella la de tantas mujeres “aventureras del infortunio” que siempre han estado ausentes de todas las narraciones. A este poemario le siguen más de diez colecciones de poemas y un par de libros en prosa, además de colaboraciones en revistas y prensa españolas.

Paisajes de papel 

Aquella infancia fue más triste. 
Ser niño en el cuarenta y dos parecía imposible. 
Nuestra niñez era una mezcla de comprensión y aburrimiento. 
Éramos serios y aburridos. 
Recuerdo aquellas tardes; eran como el mundo era entonces: 
sin resquicios y tristes. 
Veo a mis pocos años observar con ahínco, 
tras el cristal opaco, la calle larga y gris; 
el sol estaba lejos y era lo único barato, 
lo único que traía alegría sin exigirnos nada. 
Veo a mi niña, adulta y consecuente 
con un programa bien trazado: 
crecer, crecer muy pronto, darse prisa 
—ser niño era una carga demasiado pesada 
para nosotros y para los grandes—. 
Sólo en verano el mundo parecía asequible, 
durante tres o cuatro meses saltar, correr, era la vida. 
Lo gris volvía siempre muy pronto. 
Un día amanecimos lentas, crecidas, 
llenas de miedo, de presente. 
Buscábamos palabras en el diccionario 
con el afán de comprenderlo todo: 
necesitábamos hacer lenguaje. 
Algunos nos miraron con asombro, 
decían que éramos inteligentes. 
Nosotras, durante los dolientes domingos 
dibujábamos inseguros paisajes. 
Durante mucho tiempo ésas fueron todas mis excursiones. 
Salir a un campo que no fuera pintado 
suponía gastar unos zapatos. 
Salir, salir, ése era el sueño, 
abolir a las trenzas, inaugurar la barra de labios: 
¡mi reino por un trabajo! 
¿Cómo rendir ahora un homenaje a aquellos días? 
                                                                                   Ítaca, 1971

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